lunes, 29 de noviembre de 2010

Sueño de una noche de otoño.

Soñé que el mundo se acababa. Que el cielo estaba oscuro como nunca antes, de un negro aterciopelado e impecable, bañado de estrellas que titilaban con furia. Soñé que cada persona estaba sola, nadie con su pareja o su familia o sus amigos. Todos solos. Contemplando frente a sí en impotencia cómo el mundo se les venía encima. Se nos venía encima. El cielo tronando con el sonido de cien truenos estremecedores. La tierra temblando, abriéndose en grietas profundas aquí y allá, tragándose a la gente en medio de gritos desesperados. Alabanzas fanáticas por todos lados, los que reclamaban a Dios que no hubiera ningún juicio, los que le daban gracias en un ataque de fanatismo irremediable, los que ciegamente buscaban entre la niebla a otras personas, tocándose las caras sin entender nada, sin reconocerse.

De un día para otro nadie se reconocía. Nadie amaba a nadie, y la empatía quedaba anulada. El instinto de supervivencia quedaba anulado por una especie de impulso suicida. Los seres humanos colaborando con la tierra en pro de su destrucción. No era la humanidad sola lo que terminaba, sino la Tierra entera. El sol ardiente, dejando pasar sus rayos fulminantes a través de aquel espacio donde una vez estuvo la atmósfera completa.

La gente muriendo de todas las formas posibles, asfixiados por el humo, tragados por la tierra, partidos por árboles que caían sobre sus cabezas sin que éstos hicieran nada por evitarlo. Gente caminando tranquilamente hacia el mar, ahogándose. Las consciencias perdiéndose poco a poco, pasando del clamor al silencio, del llanto a la indiferencia, a la abulia absoluta.

A la resignación de un destino bastante dulce, en realidad.

lunes, 22 de noviembre de 2010

 
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